No tenemos derecho a considerar a ninguno de nuestros semejantes como si fuera un malvado.

     Con respecto al prejuicio de raza: ¡es una ilusión, una pura y simple superstición! Pues Dios nos creó a todos de una sola raza. No existían diferencias al principio, pues todos somos descendientes de Adán. Además, en el principio tampoco hubo límites ni fronteras entre las diferentes regiones; ninguna parte de la tierra perteneció más a un pueblo que a otro. A los ojos de Dios no hay diferencia entre las distintas razas. ¿Por qué ha de inventar el ser humano tal prejuicio? ¿Cómo podemos sostener una guerra basada en una ilusión?

     Dios no creó al género humano para que se destruyera entre sí. Todas las razas, tribus, sectas y clases disfrutan por igual de las bondades de su Padre Celestial.

     La única diferencia real radica en los grados de fidelidad y de obediencia a las leyes de Dios. Hay algunos que son como antorchas encendidas, otros que brillan como estrellas en el cielo de la humanidad. Aquellos que aman al género humano son los seres humanos superiores, cualquiera que sea la nacionalidad, credo o color que tengan. Pues es a ellos a quienes Dios dirigirá estas benditas palabras: "Bien hecho, mis buenos y fieles siervos." En ese día Él no preguntará: "¿Eres inglés, o francés, o tal vez persa? ¿Vienes de Oriente, o de Occidente?"

     La única división real es ésta: Existen seres humanos celestiales y seres humanos terrenales; servidores de la humanidad que se sacrifican por el amor del Altísimo, trayendo armonía y unidad, enseñando la paz y la buena voluntad entre las gentes y, por otra parte, personas egoístas, que odian a sus semejantes, en cuyos corazones el prejuicio ha reemplazado a la amorosa bondad, y cuya influencia crea discordia y contienda.